* Dardos
¿A quién amas cuando le dices “te amo”?
Alfredo Espinosa
Ciudad Delicias, 1954. Narrador, poeta y ensayista. Es autor de 23 libros, entre ellos las novelas Infierno grande y Obra negra. Su poemario visual más reciente es En el corazón del sinsentido.
Escrito por Alfredo Espino
El amor es un juego de equívocos y la pareja es hija del azar y marioneta del destino. Veamos las estadísticas: sólo una de cada cuatro personas logra unirse con la persona que más ha amado en su vida; y, lo que es peor, sólo una de cada seis, con el paso del tiempo, se sostiene hasta el fin de sus días diciendo que esa persona fue el amor de su vida.
Es decir, las parejas se unen por muy diversas maneras que no es necesariamente el amor. Resulta aterrador y enigmático saber que, independientemente de las razones por las cuales se unieron las parejas, la evolución y la posible ruptura de esa unión, es semejante si se trata de los grandes amores locos, los amores de sus vidas, o de la pareja que se une por azar, o por haber coincidido en un encuentro de dos circunstancias desesperadas. Amar es un asunto de mucho trabajo, y requiere de una gran dedicación y constancia. Amar a alguien no se trata de descubrir en el otro la más secreta subjetividad de sí mismo. No.
La intimidad amorosa es permitir que otro nos descubra otro, uno distinto al que pensábamos que éramos, que sea capaz de poner en juego nuestra identidad y la autosuficiencia en la que se sustenta. El amor, con una caricia, es capaz de abrir una brecha en nuestra identidad blindada; es un exceso, una violación que altera y desequilibra porque entra en nosotros y revuelve un orden preestablecido porque sólo así nos permite visualizarnos más libres. Y fundando estos nuevos límites, al mismo tiempo, que la otra persona se descubra distinta después de ser bautizada en una mirada, en el nombre pronunciado en ciertas noches gloriosas. El amor es algo que no expresa sus deseos, porque no puede hacerlo, pero los insinúa enigmáticamente. “El amor, por tanto, no es algo de lo que dispone el Yo, sino más bien algo que dispone del Yo, algo que lo resquebraja, que lo abre a la crisis, que lo quita del centro del egocentrismo”, añade el filósofo italiano Umberto Galimberti.
El amor debilita la posesión de sí mismo, el Yo es desplazado y cede su centro y su cetro al otro(a) que es único y es todo, y que puede ser nada, nadie. Pero quien ama lo cree verdadero(a) con toda su fe y amándolo lo pone a orillas del abismo de la locura, y en raras ocasiones y por breves instantes, es feliz. Porque como dice Platón en el Fedro, la demencia amorosa “es por cierto un don que los dioses otorgan, y a través de la cual nos llegan grandes bienes”. Y uno de ellos es la extensión narcisista de la pasión: al encontrar a la persona amada, parece que encontramos a nuestro verdadero yo. El otro, la otra, es la parte espiritual y angélica del enamorado, la carne y el deseo, la búsqueda de la procreación y de la trascendencia.
El amor trasciende y aleja de la muerte. Dos cuerpos anudados por el amor, les es indiferente la muerte. Humberto Galimberti, escribió en su libro Las cosas del amor, que el amor “se ha convertido en el único espacio en el que el individuo puede expresarse, más allá de los roles que está obligado a asumir en una sociedad técnicamente organizada”. Ahí, en ese espacio, según este filósofo italiano, el individuo se radicaliza y desea que su yo más profundo halle su expresión y sea comprendido. Por lo que el amor de pareja se vuelve indispensable pero, al mismo tiempo, imposible porque la relación amorosa no busca al otro simplemente, sino la realización de uno mismo a través del otro. La pareja es un paquete lleno de sorpresas. Del mismo modo que está la necesidad de unirse en pareja, ya sea para cumplir el mandato de la especie y del instinto de procrear; como para atender con el rito social del matrimonio y de la vida en familia, o bien, para evadir la soledad o para construir a través de la familia una sociedad anónima de capital variable, en las personas está inscrito, profundamente, su disposición a la discordia y al combate, a la defensa de su territorio, a la lucha por los distintos poderes, a hacer prevalecer su punto de vista sobre el otro, en fin, su necesidad imperiosa para hacer el mal, aún no deseándolo. Hace unos años escribí este poema en el que intento definir a la pareja humana: Se tocan, se frotan, hacen fuego los cuerpos doblegados, sometidos a las torceduras del deseo La pareja es un monstruo que el alma exige para expresarse, algo de mítico recuerda, un animal fantástico, dioses griegos combatiéndose, criatura insaciable, sierpes ondulantes, algo alado, de pronto, ingeniería que aúlla y gime un torpe artefacto que vuela un poco, se desploma y en sombras se deshace.
La pareja es un monstruo, un mar de fondo, un misterio. ¿Y qué es el amor?, le preguntó Sócrates, quizá el sabio más grande que ha tenido la humanidad, a Diotima de Mantinea, y ésta le respondió “¿acaso no lo sabes, Sócrates? El amor es un gran daimon. Pues también todo lo demoniaco está entre la divinidad y lo mortal”. Y el demonio, que es un espíritu entre los dioses y los mortales, se asoma cuando alguien dice “te amo”. Porque ¿a quién amas cuando le dices “te amo”? Yo te amo. ¿Te amo? ¿Yo? ¿Qué entrego cuando amo?, ¿A ti? ¿Y quién eres tú? ¿Qué de ti, yo amo? ¿Quién soy yo? Los sujetos del amor son enigmas moviéndose en un campo magnético, entre la predestinación y la elección, el azar y las carencias emocionales, y lidiando con esa dorada serpiente celeste que es “la seducción malsana que nos atrae y nos vence”. (Octavio Paz) “El Yo no es amo y señor de su propia casa”, nos recuerda Sigmund Freud. Y en tratándose de amor nunca ha sido verdad más irrefutable. El Yo es apenas una parte de racionalidad del sujeto que está lejos de poseer un timón obediente. Al contrario, el Yo es un barco ebrio a expensas de sus pasiones y de otros fragmentos caóticos del inconsciente –esa locura- incapaces de ser organizados por la voluntad. El amor siempre será un diálogo, sereno o airado, entre la parte racional de la persona y su propia parte loca o divina. ¿Y si el Yo no es dueño ni de sus pensamientos cómo puede serlo de eso oscuro y remoto que es el amor? Siempre hay que descreer de esas solemnes palabras: “Yo te amo” porque el primer extrañado de decirlo, de sentir eso, es el propio Yo, que no se encuentra en sus cabales. Algo en sus profundidades ignotas se ha movido y ha puesto a hablar al Yo. El amor es una locura y lo único que es posible entrever es su abismo. Los amantes -alcanza a ver Platón en estas honduras-, “son los que permanecen unidos en mutua compañía a lo largo de toda su vida, y ni siquiera podrían decir qué desean conseguir realmente el uno del otro. Pues a ninguno se le ocurriría pensar que fuera el contacto de las relaciones sexuales y que, precisamente por esto, uno se alegra de estar en compañía del otro con gran empeño. Antes bien, es evidente que el alma de cada uno desea otra cosa que no puede expresar, aunque adivina qué quiere y lo insinúa enigmáticamente”. ¿Cómo puede comunicarse una pareja, dos mundos, dos cables de tensión eléctrica sino a chispazos? Fuerzas descontroladas que perturban el orden, decodifican el sentido, desvarían los discursos y trastocan las biografías. Durante el amor la autoestima se equilibra en las alturas y una sensación de seguridad nos protege contra las púas de la vida; y sin embargo, nuestra vulnerabilidad aumenta porque un simple desaire, una palabra, la ausencia de un detalle, puede desencadenar una catástrofe emocional. La decisión del amor es, casi, una decisión individual. Aunque ya no está condicionada por las luchas por la supervivencia, ni por la clase social o las tradiciones, las culturas o las religiones, las personas continúan uniéndose por ciertas afinidades y búsquedas inconscientes. Ya no se trata, por supuesto, de andar cazando bisontes en las estepas, mostrándose los títulos nobiliarios, ni siquiera las cuentas bancarias, pero, pese al inopinado modo de actuar de Cupido, se sigue sin descuidar ese asuntillo de que también la pareja, y más la familia, es una empresa donde existe el cálculo, el interés, y la imagen. Aunque también es cierto que el amor ha trascendido aquellas leyes que han intentado someterlo: ya sea leyes económicas, eclesiásticas, del Estado, etc. y que en esos nidos, ese espacio íntimo, se pueden expresar con libertad y confianza los mundos internos y más afectivizados.
Pese a que en las sociedades tecnologizadas y extraordinariamente competitivas resulta más complicado la conquista de espacios íntimos (suele haber más intimidad en los lugares de trabajo que en las alcobas), el amor es quizá el más importante de los abastecedores de sentido en la vida de las personas. Sin embargo el amor, en su libertad, es impredecible, inestable y cambiante. Es un loco guiado por una ciega.
martes, 29 de junio de 2010
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